Después de varios años de rumores, desmentidas, amagues y anuncios varios, la redacción del diario La Nación, periódico nostálgico si lo hay en el planeta, se mudó de la torre de Bouchard 557 (“Puerto Madero”, según el diario) a un moderno edificio chic en Vicente López, provincia de Buenos Aires, sobre Avenida Del Libertador 101.
En Administración habrán hecho ya los cálculos sobre cuánto más les costará pagar los Ingresos Brutos en provincia y las tarifas de remís, que mantienen como beneficio los editores.
Es lejos aunque no hubo quejas, todavía, en las redes sociales. Más bien mucha excitación y, sobre todo, chusmerío, como el de este bloguero, que se tomó el trabajo de bajar las fotos de la movida para subírselas a todos ustedes.
Las fotos son de: Franco Varise, Ariel Torres, PaperPapers, Sebastian Torok, Juan Pablo Mansilla, Jesica Rizzo, Paula Urien, Pablo Lisotto, Pablo Gorlero, Claudio Mauri y Jesica Rizzo. Los nombres de las fotos son las fuentes, para que nadie se ofenda.
¿Qué les parece a ustedes?
Muy buen artículo! Hoy escribieron sobre esto en La Nación un texto firmado por Daniel Arcucci. Lo copio para que lo lean!
El sonido metálico del elemental instrumento de percusión suena desafinado, como casi siempre, pero esta vez no llama, como es clásico, a la reunión de tapa.
Son las 23.51 del domingo 22 de septiembre en la vieja Redacción de Bouchard y el triángulo anuncia, por primera vez en algo más de 33 años, que se ha ido la última página del último cierre del diario LA NACION en ese edificio, que ha sido su casa desde enero de 1980.
«Tilín-tilín-tilín-tang…»
La misma música, aunque con una acústica levemente diferente, vuelve a oírse apenas horas después. Son las 16.03 del lunes 23 de septiembre y el célebre triángulo convoca al primer encuentro para empezar a definir la primera página del primer cierre del diario LA NACION en la flamante Redacción de Vicente López, nombre genérico ya instalado en la jerga interna para definir el nuevo edificio de Libertador 101, de este lado de la General Paz. Avenida en la cual -se sabe- no termina ni empieza el país. Ni LA NACION. Ambos, en todo caso, continúan. Evolucionan.
No es la primera vez que LA NACION se muda y, quién sabe, tal vez no sea la última.
De aquella mesa imponente, rodeada de señores circunspectos, rigurosamente trajeados, en medio de cierta penumbra, hasta estos escritorios claros, ocupados por cientos de redactores que vienen y van, volando al mundo desde sus computadoras, iluminados todos por unos gigantescos ventanales, han pasado casi 150 años e innumerables avances tecnológicos.
Sin embargo, así como aún existe aquella mesa, algo más sobrevive. A alguien se le ocurrió decir, en medio del fragor del «tttrrrraaacccc» de las cintas de embalar que fue música de fondo en la última semana antes de la mudanza, que esas cajas que iban a llevar tantas cosas desde «el centro» hasta «la zona norte» viajaría también una forma de hacer periodismo.
Y con las cosas, los recuerdos.
Lo mismo habrá pensado, tal vez, el fundador de LA NACION, cuando dejó el lugar donde había editado el primer ejemplar del diario. Eso fue el 4 de enero de 1870, en una casa que no era propia sino del doctor Juan María Gutiérrez, en la calle San Martín 124, según la antigua numeración.
Lo que sería una Redacción no llegó a estar ni un mes allí: en tres semanas, Mitre remató algunos de sus bienes, adquirió las acciones de la empresa que acababa de fundar y el 25 de abril de 1870 trasladó las oficinas y los talleres a San Martín 336, la casa en la que vivía desde que había dejado la presidencia del país.
Reunión de tapa en LA NACION, en el siglo XIX. Foto: Archivo
Quince años más tarde, en 1885, se inauguró un anexo, diseñado por otro Mitre, Emilio, el ingeniero, hijo del fundador, y coronado con un busto de Gutenberg.
Durante poco menos de medio siglo, ésa fue la casa de LA NACION. Y en 1929 se extendió todavía un poco más, conectándose, el 16 de octubre de ese año, a un edificio que tenía su fachada a la misma altura, pero sobre la calle Florida. El arquitecto Estanislao Pirovano la imaginó de estilo barroco y así fue.
Si hoy la edición impresa tiene su correlato en la edición digital, ese ida y vuelta de actualización constante tiene su antecedente legendario en «las pizarras de San Martín» (delante de las cuales, en 1923, una multitud siguió la pelea Firpo-Dempsey) y en «las vidrieras de Florida» (donde se conoció la primicia de la caída del régimen de Mussolini). Y si había una alerta, de esas que hoy serían trending topic en apenas segundos, por entonces sonaba una sirena. La última vez que sucedió fue para anunciar que el hombre había llegado a la Luna.
Era 1969, y para ese entonces las rotativas del diario ya funcionaban en un edificio de Bouchard y Tucumán. Un lugar que ni siquiera era el centro de la ciudad ni, mucho menos, el Puerto Madero que hoy se conoce. Allí se mudó todo, y el espíritu también, entre fines de 1979 y principios de 1980.
La inauguración oficial y simbólica del edificio de seis pisos y tres subsuelos, con el inconfundible logo coronándolo, fue el 4 de enero de ese año.
Allí se vivió, con esa inquietud que sólo se vuelve naturalidad con el tiempo y con el uso, la transición del plomo al offset , del télex al fax, de la máquina de escribir a la computadora.
Otro 4 de enero, pero del año 2000, LA NACION inauguró la planta impresora más moderna del mundo, en Barracas, y el 7 de julio de ese comienzo de siglo el diario se imprimió por primera vez allí, mientras la clásica esquina de Bouchard y Tucumán cambiaba su perfil: en 2004 terminó de hermanarse estéticamente con el actual Catalinas y Puerto Madero.
Adentro seguía latiendo un diario.
Siempre hay sonidos en una Redacción. Y hubo un tiempo, intermedio en esta historia que cruza tres siglos, en el que a alguien se le ocurrió pensar que el día que en alguna de ellas dejara de escucharse el «tchak-tchak-tchaktchak-trrraccckkk» de las teclas y el rodillo de una máquina de escribir, reemplazada por el sigilo del teclado de una computadora (que más pronto que tarde será «touch» , incluso), entonces se acabaría el periodismo.
No pasó, claro, porque nunca dejó de sentirse.
A esa conclusión debemos haber llegado, una vez más, los que hacemos LA NACION, en un impreciso día que bien podría rotularse en el calendario (de papel o digital) allá por el miércoles o jueves previo a la mudanza del domingo 22. Ya se habían trasladado los vitales equipos de Comercial, de Sistemas, de Finanzas. Sólo faltaba la Redacción.
Si de ponerle música de fondo se trata, otra vez, habría que ponerle ese «tttrrrraaacccc» de la cinta de embalar que empezó a sonar como una sinfonía. Mezcla extraña de tristeza y de expectativa, de nostalgia y de euforia, de temor y de curiosidad. De desafío.
Por si alguien no lo sabe, las redacciones en general y la de LA NACION en particular funcionan como un acordeón: de martes a jueves «estamos todos» , mientras que viernes y sábado trabajan los que tienen franco domingo y lunes. Y viceversa. Tal vez por eso, y porque el fin de semana fue el fin de un capítulo de la historia, este sábado y este domingo se produjo el estallido de todas aquellas sensaciones juntas. Dos ediciones que, más que cerrarse, se celebraron. Literalmente.
Al mismo tiempo que se cerraba una nota, se guardaba -o tiraba- un papel que encerraba una historia. Todos, casi todos, se vieron de pronto en la necesidad de compartirlo. Y Facebook, y Twitter, y el mail, y la red social que sea, también la de siempre, la del contacto directo, se transformaron en un álbum viviente.
Fue un homenaje al espacio que se dejaba y un desafío al espacio al que se llegó.
Y lo que se encontró (lo que se buscaba) fue un lugar luminoso, dicho esto en todo el sentido de la palabra. Funcional, abierto, ideal para (seguir con) la innovación. Para crear y para contar.
¿Lo demás? Lo demás se trajo desde allá, desde allá lejos.