El Cisne Negro es un suceso improbable, sus consecuencias son importantes y toda las explicaciones que se puedan ofrecer a posteriori no tienen en cuenta el azar y sólo buscan encajar lo imprevisible en un modelo perfecto. El éxito de los buscadores de Internet Google o You Tube son cisnes negros. Me tomé el trabajo de copiar del libro algunos fragmentos, porque creo que ayuda a pensar y a proyectar otra forma de ver las cosas. Es largo, pero vale la pena:
Del plumaje a las aves
Antes del descubrimiento de Australia, las personas del Viejo Mundo estaban convencidas de que todos los cisnes eran blancos, una creencia irrefutable pues parecía que las pruebas empíricas la confirmaban en su totalidad. La visión del primer cisne negro pudo ser una sorpresa interesante para unos pocos ornitólogos (y otras personas con mucho interés en el color de las aves), pero la importancia de la historia no radica aquí. Este hecho ilustra una grave limitación de nuestro aprendizaje a partir de la observación o de la experiencia, y la fragilidad de nuestro conocimiento. Una sola observación puede invalidar una afirmación generalizada derivada de milenios de visiones confirmatorias de millones de cisnes blancos. Todo lo que se necesita es una sola (y, por lo que me dicen, fea) ave negra.
Doy un paso adelante, dejando atrás esta cuestión lógico-filosófica, para entrar en la realidad empírica, la cual me obsesiona desde niño. Lo que aquí llamamos Cisne Negro (así, en mayúsculas) es un suceso con los tres atributos que le siguen.
Primero, es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque nada del pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo, produce un impacto tremendo. Tercero, pese a su condición de rareza, la naturaleza humana hace que inventemos explicaciones de su existencia después del hecho, con lo que se hace explicable y predecible.
Me detengo y resumo el tercero: la rareza, impacto extremo y predictibilidad retrospectiva. Una pequeña cantidad de Cisnes Negros explica casi todo lo concerniente a nuestro mundo, desde el éxito de las ideas y las religiones hasta la dinámica de los acontecimientos históricos y los elementos de nuestra propia vida personal. Desde que abandonamos el Pleistoceno, hace unos diez mil milenios, el efecto de estos Cisnes Negros ha ido en aumento. Empezó a incrementarse durante la Revolución industrial, a medida que Edmundo se hacía más complicado, mientras que los sucesos corrientes, aquellos que estudiamos, de lo que hablamos y que intentamos predecir por la lectura de la prensa, se han hecho cada vez más intrascendentes.
Imaginemos simplemente qué poco de nuestra comprensión del mundo en las vísperas de los sucesos de 1914 nos habría ayudado a adivinar lo que iba a suceder a continuación. ¿Y el ascenso de Hitler y la posterior guerra? ¿Y de la precipitada desaparición del bloque soviético? ¿Y de la aparición del fundamentalismo islámico? ¿Y de la difusión de Internet? ¿Y de la crisis bursátil de 1987 (y de la más inesperada recuperación?) Las tendencias, las epidemias, la moda, las ideas, la emergencia de las escuelas y los géneros artísticos, todos siguen esta dinámica del Cisne Negro. Prácticamente, casi todo lo importante que nos rodea se puede matizar.
Esta combinación de poca predictibilidad y gran impacto convierte el Cisne Negro en un gran rompecabezas. Añadamos a este fenómeno el hecho de que tendemos a actuar como si eso no existiera. Y no me refiero sólo al lector, a su primo Joey o a mí, sino a casi todos los “científicos sociales” que, durante más de un siglo, han actuado con la falsa creencia de que sus herramientas podrían medir lo incierto. Y es que la aplicación de la ciencia de la incertidumbre a los problemas del mundo real ha tenido unos efectos ridículos. Yo he tenido el privilegio de verlo en las finanzas y la economía. Preguntémosle a nuestro corredor de Bolsa cómo define “riesgo”, y lo más probable es que nos proporcione una medida que excluya la posibilidad del Cisne Negro y, por lo tanto, una definición que no tiene mayor valor predictible que la astrología para valorar los riesgos totales. Este problema es endémico en las cuestiones sociales.
La idea central de este libro es nuestra ceguera respecto a lo aleatorio, en particular las grandes desviaciones: ¿por qué nosotros, científicos o no científicos, personas de alto rango o del montón, tendemos a ver la calderilla y no los billetes? ¿Por qué seguimos centrándonos en las minucias, y no en los posibles sucesos grandes e importantes, pese a las evidentes pruebas de lo muchísimo que influyen? Y, si seguimos con mi argumentación, ¿por qué de hecho la lectura del periódico disminuye nuestro conocimiento del mundo?
Es fácil darse cuenta de que la vida es el efecto acumulativo de un puñado de impactos importantes. No es tan difícil identificar la función de los Cisnes Negros desde el propio sillón (o el taburete del bar). Hagamos el siguiente ejercicio. Pensemos en nuestra propia existencia. Contemos los sucesos importantes, los cambios tecnológicos y los inventos que han tenido lugar en nuestro entorno desde que nacimos, y comparémoslos con lo que se esperaba antes de su aparición. ¿Cuántos se produjeron siguiendo un programa? Fijémonos en nuestra propia vida, en la elección de una profesión, por ejemplo, o en cuando conocimos a nuestra pareja, en el exilio de nuestro país de origen, en las traiciones con que nos enfrentamos, en el enriquecimiento o el empobrecimiento súbitos. ¿Con qué frecuencia ocurrió todo esto según un plan preestablecido?
Lo que no sabemos
La lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea más importante que lo que sabemos. Tengamos en cuenta que muchos Cisnes Negros pueden estar causados y exacerbados por el hecho de ser inesperados.
Pensemos en el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001: si el riesgo hubiera sido razonablemente concebible el día 10, no se habría producido un atentado. Si una posibilidad como ésa se hubiera considerado digna de atención, aviones de combate habrían sobrevolado las Torres Gemelas, las aeronaves hubiesen dispuesto de puertas antibalas y el atentado no habría tenido lugar, y punto. Podría haber ocurrido cualquier otra cosa. ¿Qué? No lo sé.
¿No es extraño ver que un suceso se produce precisamente porque no se esperaba que fuera a ocurrir? ¿Qué tipo de defensa tenemos contra ello? Cualquier otra cosa que se nos ocurra puede resultar ineficaz si el enemigo sabe que lo sabemos. Quizá parezca raro que, en un juego estratégico de este tipo, lo que sabemos pueda ser por completo intrascendente.
Expertos y trajes vacíos (farsantes)
La incapacidad de predecir las rarezas implica la incapacidad de predecir el curso de la historia, dada la incidencia de estos sucesos en la dinámica de los acontecimientos.
Pero actuamos como si fuéramos capaces de predecir los hechos o, peor, aún, como si pudiésemos cambiar el curso de la historia. Hacemos proyecciones a treinta años del déficit de la seguridad social y de los precios del petróleo, sin darnos cuenta de que ni siquiera podemos prever unos y otros para el verano que viene. Nuestros errores de previsión acumulativos sobre los sucesos políticos y económicos son tan monstruosos que cada vez que observo los antecedentes empíricos tengo que pellizcarme para verificar que no estoy soñando. Lo sorprendente no es la magnitud de nuestros errores de predicción, sino la falta de conciencia que tenemos de ellos.
Nuestra incapacidad para predecir en entornos sometidos al Cisne Negro, unida a la falta general de conciencia de este estado de las cosas, significa que determinados profesionales, aunque creen que son expertos, de hecho no lo son. Si consideramos los antecedentes empíricos, resulta que no saben sobre la materia de su oficio más que la población en general, pero saben contarlo mejor o, lo que es peor, saben aturdirnos con complicados modelos matemáticos. También es probable que lleven corbata.
La globalización ingenua
Nos deslizamos hacia el desorden, pero no necesariamente un desorden malo. Esto implica que veremos más períodos de calma y estabilidad, en los que la mayoría de los problemas se concentrarán en un pequeño número de cisnes negros.
Pensemos en la naturaleza de las guerras pasadas. El Siglo XX no fue el más mortífero (en porcentajes sobre la población total), pero trajo algo nuevo: el principio de la guerra de Extremistán, una pequeña probabilidad de conflicto que degenera en la total aniquilación del género humano, un conflicto del que nadie está a salvo en ninguna parte.
Un efecto similar está produciendo en la vida económica. La globalización aquí está, pero no siempre para bien: crea una fragilidad entrelazada, al tiempo que reduce la volatividad y da apariencia de estabilidad. En otras palabras, crea Cisnes Negros devastadores. Nunca antes hemos vivido bajo la amenaza de un colapso total. Las instituciones financieras se han ido fusionando en un número menor de grandes bancos. Casi todos los bancos están hoy interrelacionados. De manera que la ecología financiera se está hinchando hasta formar bancos gigantescos, incestuosos y burocráticos (a menudo gaussianizados en sus cálculos de riesgo: cuando cae uno caen todos.) Al parecer, la mayor concentración de bancos surge en efecto de hacer menos probables las crisis financieras, pero cuando éstas se producen, son de escala más global y nos golpean con mucha fuerza. Hemos pasado de una ecología diversificada de pequeños bancos, con políticas de crédito diferentes, a una estructura más homogénea semejantes entre sí. Es que verdad que hoy tenemos menos fallos, pero cuando se cometen… tiemblo de pensarlo. Repito: tendremos menos crisis, pero serán más graves. Cuanto más raro es el suceso, menos sabemos acerca de sus probabilidades, lo cual significa que cada vez sabemos menos sobre la posibilidad de una crisis.
Por si no teníamos bastantes problemas, los bancos son hoy mucho más vulnerables al Cisne Negro que antes, y además cuentan con personal científico para que se ocupe de las exposiciones al riesgo. La gigantesca empresa J.P. Morgan puso en peligro a todo el mundo al introducir en los años noventa el RiskMetrics, un falso método destinado a gestionar los riesgos de las personas. (Se ha ido extendiendo un método similar llamado “Value-at-risk”, que se basa en la medición cuantitativa del riesgo.) Asimismo, cuando observo los riesgos de la institución Fanny Mae, patrocinada por el Estado, se me antoja que está asentada sobre un barril de dinamita, vulnerable al menor contratiempo. Pero no hay por qué preocuparse: su numeroso personal científico considera que esos sucesos son altamente “improbables”.
Sin embargo, tenemos cierta idea de cómo se produciría una crisis de este tipo. Una red es el ensamblaje de unos elementos llamados nodos que están conectados entre sí mediante un vínculo; los aeropuertos del mundo son una red, al igual lo son la Word Wide Web, las conexiones sociales y las redes eléctricas. Hay una rama de la investigación que se llama “teoría de redes” y que estudia la organización de este tipo de redes así como los vínculos entre sus nodos, entre cuyos investigadores figuran Duncan Watts, Steven Strogatz y muchos más. Todos ellos entienden que las matemáticas de Extremistán y la inadecuación de la campaña de Gauss. Han desvelado la siguiente propiedad de las redes: hay una concentración en unos cuantos nodos que constituye las conexiones centrales. Las redes tienen una tendencia natural a organizarse en torno a una arquitectura extremadamente concentrada: algunos nodos están muy conectados; otros, sólo un poco. La distribución de estas conexiones tiene una estructura escalable. La concentración de este tipo no se limita a Internet; aparece en la vida social (un pequeño número de personas están conectadas a otras), en las redes eléctricas, en las redes de comunicación. Parece que esto hace que las redes sean más robustas: los impulsos aleatorios a muchas de las partes de la red no tendrán consecuencia alguna ya que lo previsible es que golpeen en un punto débilmente conectado. Pero también hace que las redes sean más vulnerables a los Cisnes Negros.
Pensemos simplemente en qué ocurrirá si hubiera un problema con un nodo importante. El apagón que se produjo en el noreste de Estados Unidos en agosto de 2003, con su consiguiente caos, es un ejemplo perfecto de lo que podría ocurrir si uno de los grandes bancos de fuera a pique hoy mismo.
Un francés de Brooklyn
Cuando empecé a operar con divisas extranjeras, hice amistad con un tipo llamado Vincent que tenía todo el aspecto de un comerciante de Brooklyn. Vicent me enseñó algunos trucos. Dos de sus lemas eran: “Entre los operadores de Bolsa puede haber príncipes, pero nadie llega a rey”, y “A las personas con que uno se encuentra mientras asciende, nunca se las encontrará cuando baje”.
Cuando yo era niño había teorías sobre la lucha de clases y las batallas que libraban individuos inocentes contra las poderosas y gigantescas corporaciones, capaces de engullir el mundo. Cualquiera que tuviera hambre de cultura se alimentaba de esas teorías, herederas de la creencia marxista en que los medios de explotación se autoalimentan, y lo poderosos se hacen cada vez más poderosos, incrementando así la injusticia del sistema. Pero bastaba con que uno mirara a su alrededor para ver cómo aquellas empresas grandes y monstruosas caían como moscas.
Hagamos un corte transversal de las empresas dominantes en un momento dado; muchas de ellas habrán desaparecido varias décadas después, mientras que empresas de las que nadie oyó hablar nunca habrán aparecido en escena, salidas de algún garaje de California o de una habitación de algún colegio mayor universitario.
Consideremos la aleccionadora estadística siguiente. De las 500 mayores empresas de Estados Unidos en 1957, únicamente 75 seguían formando parte del selecto Standard and Poor’s 500 cuarenta años después. Sólo unas pocas habían desaparecido en fusiones; las demás se habían reducido o habían quebrado.
Lo interesante es que casi todas estas grandes corporaciones estaban ubicadas en el país más capitalista de la Tierra, Estados Unidos. Cuanto más socialista era la orientación de un país, más fácil les resultaba permanecer a las grandes empresas. ¿Por qué fue el capitalismo (y no el socialismo) el que destruyó a estos ogros?
En otras palabras, si uno deja solas a las empresas, éstas tienden a ser devoradas. Los partidarios de la libertad económica sostienen que las corporaciones de talante ávido y bestial no significan amenaza alguna, porque la competencia las mantiene a raya. Lo que vi me convenció de que la auténtica razón incluye una gran parte de algo más: el azar.
El capitalismo es, entre otras cosas, la revitalización del mundo gracias a la oportunidad de tener suerte. Ésta es el gran igualador, porque casi todo el mundo se puede beneficiar con ella. Los gobiernos socialistas protegían a sus monstruos y, al hacerlo, abortaban a los posibles recién llegados.
Todo es transitorio. La suerte hizo y deshizo Cartago; hizo y deshizo Roma.